El 5
de marzo de este año 2013 fue el día más trágico y doloroso para
Venezuela. Ese día a las 4: 25 pm falleció uno de los hombres más
grandes que ha dado la Tierra de Gracia. Ese día, a esa misma hora
el cielo se conmovió y llovió. Una lluvia breve pero fuerte.
Minutos después, el vicepresidente Nicolás Maduro, con la garganta
anudada como por una manguera de lágrimas, anuncia al país la fatal
noticia. Todo es silencio y lamento. En el metro, en la camionetica,
en el autobús, en el jeep, en la calle, en el barrio, en la plaza
todos se veían los rostros como con ganas de abrazarse y llorar.
Muchos lo hicieron. Nadie lo podía creer. Eso no nos podía estar
pasando a nosotros. Pero era la dura realidad. El Comandante, el
amado Comandante se nos había ido, y esta vez para siempre.
Por un momento, por un breve instante toda la fe y esperanza de un
inmenso pueblo pareció desvanecerse como la espuma del rio. Y junto
con las lágrimas, la rabia. Mucha rabia. Rabia de dolor y de
impotencia. Rabia, más no rencor. Rabia por la derrota, volátil y
pasajera, pero que dejo tras de si un inmenso vacío. Fue, como dijo
el ministro Giordani en algún momento: “la victoria de la
muerte”. Lo que ninguno queríamos aconteció. Hubo también mucho
control para no caer en errores a causa del vil egoísmo de una cruel
una canalla insepulta que parecía volver a triunfar. El Infinito
parecía devolverle la tétrica potestad de hacer el mal nuevamente a
aquellos que siempre han hecho el mal. El venezolano extraterreno
bailaba y gozaba extasiado el dolor y lágrima ajenos, con
asentimiento ajeno en tierra ajena. Inaceptable para cualquiera con
dignidad.
Al día siguiente, la carroza fúnebre que parte desde el hospital
militar de Caracas, con el ataúd y el cuerpo sin vida física del
Líder de la Revolución Bolivariana el cual todos querían tocar
como para ofrecerle su último adiós o como para hacerle despertar.
¡Despiértate tú que duermes! Con los ojos parecían decir. Llevaba
por encima del ataúd la misma Bandera octoestelar que siempre llevo
en el corazón. A nadie le importaba nada estar en la calle o en
público. Todos querían llorar. Y todos lloraban. No eran de sangre,
pero eran lágrimas rojas. Rojas color de la sangre, rojas color
corazón. Otro mártir más caído de la Revolución, esta vez, el
propio líder.
Todos, todos se iban a la calle para ver y aunque fuera con los ojos,
despedir al Gigante cuyos portentos y hazañas se pueden tildar
verdaderamente de invencibles y que solo son semejantes a las que se
mencionan en la Biblia, o a las propias de Bolívar o del General
Páez. ¡Adiós mi comandante, adiós! Lloraban por igual niños y
abuelos, despidiendo a aquel que había sido y lo es, un padre y un
maestro. Otros cantaban casi al unisono: “Patria, Patria querida,
tuyo es mi cielo, tuyo es mi amor...” Aquel hermoso himno marcial
que canto el Presidente en la ultima alocución pública en lo que
parecía ser su ultima despedida y adiós
Y así, poco a poco, su pueblo, sus soldados: Guardianes del Honor, sus amigos y compañeros todos fueron llevando y acompañando lentamente al Gran Comandante, al Comandante en Jefe Hugo Chávez Frías hasta el hogar que El tanto amo: la Casas de los Sueños Azules, donde su corazón de guerrero fue forjado como el acero para la Patria, para el Honor, para la Batalla y para el Amor.
Crédito de las imágenes: Correo del Orinoco
Fuente: Facebook
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